Mujer iroqués

miércoles, 30 de octubre de 2013

HIJOS DE TIRO (III) Gentes orgullosas


Al igual que en Grecia, la geografía marca el carácter. La estrecha franja costera de Siria y el Líbano, y las montañas que la limitan al este, separándola del desierto y las llanuras aluviales del Creciente Fértil, configuraron una identidad nacional dispersa, sin una autoridad central, concentrada en las ciudades que fueron surgiendo en torno a las calas susceptibles de acoger un puerto. Los fenicios, siendo muy conscientes del parentesco que unía a todas sus ciudades, nunca se sometieron de buen grado a un poder central, mucho menos a uno impuesto.

Al igual que en Grecia, por supuesto, unas ciudades ejercen más peso que otras. Pero mientras Atenas, Esparta y, posteriormente, Tebas, tratarán de imponerse por la vía de la fuerza y la conquista a sus vecinos, las ciudades-estado fenicias no intentan dominar militarmente, usando su potencial naval y sus redes comerciales para aumentar su influencia. Primero Biblos y Ugarit, luego Sidón y Tiro. Estas dos últimas, que apenas distan entre sí una treintena de kilómetros, rivalizan además por su antigüedad. Herodoto nos relata el pasmo que sintió ante la majestad del templo de Melkart en Tiro, y añade en ese punto una reflexión sorprendentemente racional, ya que tras corroborar in situ que el culto a Melkart es similar al de Hércules en Grecia, y asumiendo que la antigüedad del templo de Tiro es asombrosa (su estimación retrasaría la fundación de la ciudad al 2700 A. C), deduce a continuación que el hijo de Anfitrión no es sino uno más de los personajes que han llevado ese nombre, y desde luego no el único, ni mucho menos el primero.

Sidón domina la costa durante la primera parte de la edad del hierro, pero a la larga Tiro acaba imponiendo su influencia sobre la región. Los demás puertos simplemente asumirán la pujanza de su poderoso vecino, y aunque nunca dejarán de intentar afirmarse (sobre todo Sidón), no habrá guerras como las que asolarán el Peloponeso y quebrarán la fuerza de Atenas y Esparta.

Otra diferencia entre fenicios y griegos es la apertura de su sociedad. La imagen que nos llega es la de un pueblo asiático típico, con una monarquía de carácter divino, un sistema de templos y una religión cruel, que incluía el sacrificio de niños. Pero bajo esa fachada hay detalles muy significativos.

Las familias de navegantes van ganando importancia a medida que crece la dependencia exterior de los fenicios. Al principio el comercio se organiza desde el Palacio, pero tras las invasiones de los Pueblos del Mar el poder y prestigio de los reyes quedará menoscabado. Con apoyo de los sacerdotes (en particular de los de Melkart) y en unión de las corporaciones de artesanos, convertidas a partir del S. VIII en una verdadera clase media, se forman asambleas de notables que arrinconan a la aristocracia tradicional y lograrán el control de las ciudades a través de magistrados civiles (sufetes). Esta organización social pasará a las colonias y en algunas de ellas evolucionará a un sistema de tipo senatorial.

La propia sociedad es bastante abierta. Lógico, ya que, dependiendo para su existencia de artesanos y marinos, la iniciativa, el esfuerzo y la dedicación están bien vistos (al contrario que en Grecia, donde el trabajo con las manos es visto desprecio). Incluso los esclavos gozan de ciertos derechos, como el de fundar una familia.

Quizás lo más sorprendente sea el papel de la mujer. Los semitas son rígidamente patriarcales, pero aquí las mujeres gestionan el hogar durante los largos viajes de los marinos. Así, tienen derecho a heredar y a establecer sus propios negocios. Las reinas actúan como regentes y, de acuerdo a la tradición, Cartago será fundada por una mujer, Elisa, regente de Tiro obligada a exiliarse al ascender al trono su hermano.

El resultado de todas estas peculiaridades es la formación de una extraña sociedad relativamente igualitaria, incluso en los momentos más siniestros. Porque el culto de Baal y Melkart (sobre todo el primero) exige vidas humanas. Vidas de niños. Y las familias nobles, llegado el día, entregan a las llamas a sus primogénitos al igual que la del artesano o el esclavo. 

Una vida dura forjará un pueblo aún más duro, orgulloso y celoso de su libertad. Un pueblo que no va a avenirse bien con nadie que quiera someterles.

jueves, 24 de octubre de 2013

LIMPIEZA



En el día mundial de las bibliotecas, la mía presenta en algunos estantes ese desangelado aspecto que podéis ver en la foto de arriba. Y os preguntaréis ¿qué ha pasado?

Mi relación con los libros siempre ha sido muy intensa. No recuerdo un momento de mi vida desde, más o menos, los 8-9 años de edad, sin uno en la mano. Eso no quiere decir que no leyera antes. pero eran mayoritariamente tebeos y libros de cuentos orientados a niños, mucho dibujito, poca letra y moraleja cursi.

Entre los 8 y los 9 empecé a leer las novelas de Julio Verne y sobre los 12 años la fiebre lectora ya me había poseído. Dado que se mentaba tanto El Quijote siempre que se hablaba de libros, me decidí a intentarlo. Para mi sorpresa no fue nada trabajoso, de hecho a partir de la Segunda Salida (cuando Sancho se une a la aventura) se me hizo fluido y sólo cuando llegué a la novela del Curioso Impertinente me dio un bajón. Por suerte tras ese ladrillo volvió lo bueno y ya no se detuvo hasta el final. En total El Quijote me tuvo atrapado durante dos maravillosas semanas.

 También a los 12 años tuve mi primer libro propio, regalo de mi padrino Tato: Nuestro Hombre en la Habana, de Graham Greene. Me dejó tan impresionado que revisé la biblioteca de mis padres para ver si había algo más de ese señor, y tuve suerte: El americano impasible, en una colección de bruguera que incluía además Ficciones de Borges y El Otoño del Patriarca, de Márquez, aunque debo confesar que este último tuve que releerlo años después para disfrutarlo de verdad, me temo que lo cogí demasiado pronto.

De mano de Chacho, nuestro extravagante profesor de lengua y literatura, descubrí a los Grandes de nuestra literatura (salvo a Galdós, eso tuvo que esperar varias décadas) y me sentí escalofriado ante Quevedo y Miguel Hernandez. Puede parecer una combinación extraña, pero creo que tuve mi primer Stendhal leyendo juntos el Amor Constante y la Elegía a Ramón Sijé.

Nadar sabe mi llama el agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.


El amor por la fantasía y la CIFI me llegó sobre los 16, cuando mi madre me recomendó leer El Señor de los Anillos, y la afición por la Historia o la divulgación ... bueno, creo que esa me ha acompañado siempre, no sabría decir cuando brotó, quizás con una enciclopedia de Fauna que compraron mis padres.

El caso es que de resultas de ese amor por la palabra escrita me convertí en un yonqui de la lectura, y como buen adicto siempre fui a la busqueda de nuevas dosis. Sumémosle mi caracter tirando a obsesivo y tenemos el escenario perfecto para acumular una ingente y siempre creciente cantidad de libros, unos 1400 en el último censo, antes de la gran criba.

Sí, como suena: LA GRAN CRIBA. He hecho de cuando en cuando entresaques de mi biblioteca, para poder hacer sitio a nuevos títulos, pero esto no es un ramoneo marginal. En mis estanterías ha empezado una liquidación que, a veces, me recuerda a la extinción del límite KT.

Llevo más de treinta años amontonando papel y hará poco más de un año miré mi habitación de trabajo y me dio un agobio tremendo. Como si todos esos libros (y tebeos) pesaran sobre mí. Y pesaran mucho. De pronto me dije ¿De verdad voy a arrastrar detrás de mí ese lastre toda mi vida?

A esa incómoda sensación se unió un adelanto técnico: el libro electrónico. Al principio lo usé para leer cosas que no iba a encontrar en papel por mucho que buscara, como los textos de Thomas H. Huxley y libros especializados de historia que podía consultar a través del Proyecto Guttemberg, pero cuando me entró la necesidad de hacer limpieza comprendí que esta vez iba a ser mucho más radical: si puedo almacenar cientos de obras en un cacharrillo que cabe en el bolsillo, mis ansias de lectura no necesitan toneladas de papel para satisfacerse.

La primera deforestación fue muy metódica y contó con la valiosa colaboración de Miss Honky. Ella me ayudó a elaborar un listado de todos los títulos que iban a salir de mi casa, a fin de publicarlo en la red, confiando en que el buen corazón de los internautas les encontraría un hogar. Debo decir que la mitad de la lista de tebeos resultó casi innecesaria ya que las dos primeras personas que llegaron arramblaron con todas las colecciones márvel/DC y marcharon de aquí, no con bolsas, sino con capazos de cómics. El resto recibió igualmente buena acogida y me he pasado meses entregando pilas de libros a amigos y conocidos.

En esa primera oleada cayeron unos 300 libros y más de 600 tebeos. Había de todo, desde ensayos de Borges y clásicos latinos (¡incluso la Geografía de Estrabón encontró quien la quisiera!) hasta las obras completas de Robert E. Howard (no fue una sorpresa, ya sabía yo que la vieja colección negra de Conan el bárbaro sería muy golosa). Me sentí... liberado, así que mi más sincero agradecimiento a todos los adoptantes.

El caso es que una vez empiezas, comprendes que lo difícil es dar el primer paso. Ahora mismo estoy en mitad de la segunda escardada y esta es mucho más radical que la primera. Voy repasando y releyendo, no ya con criterios de calidad, sino prácticos. Por un lado cojo un título y descubro que el recuerdo que me dejó es mucho mejor que la relectura, así que fuera con él. Por el otro me planteo, me gusta mucho, sí, pero ¿me lo voy a volver a leer? ¿no? Pues al montón. Y si además puedo conseguir (o comprar, que soy así de raruno) la edición digital, sayonara, baby.

Ya no hago listas. Si creo que a algún conocido le puede interesar, pregunto. Si no es el caso, hago una pila al lado del contenedor de papel y, más o menos en media hora, han desaparecido todos, en manos de algún viandante afortunado. En vez de un vándalo destructor puedo considerarme como un anónimo mecenas, proveyendo de cultura a otros hogares.

¿Dónde me detendré? Bueno, hay libros que van a seguir conmigo, ya que tienen algún valor personal especial. Regalos de personas muy queridas, lecturas que, de alguna forma, se quedaron grabadas, ediciones que tal vez no sean muy allá pero me traen recuerdos muy personales... Y obras que prefiero seguir disfrutando en papel: textos que difícilmente encontraré en digital, ediciones que desmerecerían en electrónico (los libros de arte, por ejemplo)... y tebeos, porque ahí el papel sigue mandando, y los sucesivos entresaques han despejado ya casi todo aquello que no tuviera verdadera calidad.

La cuestión es que no sólo estoy aligerando mucho mi petate sino que no hay necesidad de volver a cargarlo. Los bits no pesan y apenas ocupan espacio.

Seguiré comprando algún libro en papel de cuando en cuando, y alguno de ellos se quedará conmigo, no lo dudo, pero he logrado salir del círculo vicioso del acumulador, y no volveré a caer en él. Hay mucho para leer en el mundo y no necesito amontonarlo sobre mi espalda. Viviré más ligero.

No pongáis esa cara: un libro no es el papel en que está impreso.

viernes, 18 de octubre de 2013

IRENA (II) La vida en un frasco



El proyecto de los estudiantes se concretó en una obra de teatro. Life in a Jar ha sido representada más de 300 veces desde el año 2001, cuando unos jóvenes cumplieron su sueño y volaron a Varsovia, emocionados porque iban a conocer a su ídolo, y seguramente muy nerviosos porque ignoraban qué iban a encontrar.

Encontraron a una ancianita pequeña, de luminosos ojos azules e inmensa sonrisa. Un rostro sencillo pero inolvidable, de mejillas sonrosadas, veteado de arrugas: no las que simplemente inflige el peso de los años, sino ese tipo de líneas que dibujan una vida llena de alegría.

Una anciana con los huesos doloridos, llenos de heridas mal curadas y acompañadas de las que la vida siguió sumándole tras la guerra, pero al mismo tiempo tan llena de energía, tan lúcida y tan vivaracha a sus 91 años de edad, como para cubrir de besos a los muchachos y llevarles a recorrer las calles de su ciudad, para que conocieran los rincones que fueron mudos testigos del holocausto.

Una anciana un poco asustada, incluso indignada, del revuelo montado de repente en torno a su persona, como si de una superheroína se tratara. Un revuelo que dejaba en la sombra a todas las personas que la ayudaron, cientos de valientes que, como ella, se arriesgaron para salvar a los indefensos. Y feliz, sí incluso un poco más feliz aún, de conocer a aquellos niños que venían del otro lado del océano a conocerla y escucharla. Y tenía mucho que decir.

Irena nunca se calló. No se calló cuando las botas nazis pisoteaban su patria, ni cuando los sucesivos gobiernos comunistas volvieron a reavivar el tradicional antisemitismo polaco. No se calló cuando los vecinos murmuraban de ella y de su familia, y se sintió feliz de poder hablar con gente que, a tantos años vista, deseaban saber sobre el dolor. No hablaba de odio ni de venganza, sino de recuerdo, de justicia y de responsabilidad. Porque a los que se escudan en el ¿qué podría hacer yo? ella respondía haz lo que puedas: todo lo que puedas.

La fama revivida le trajo algunos trastornos. En sus últimos años muchos periodistas viajaron hasta su puerta, para entrevistar a la Madre de los Niños del Holocausto. Nunca tuvo una mala palabra ni un gesto de fastidio para ellos, les aceptaba con amabilidad y esa maravillosa sonrisa que no lograron borrar ni las torturas ni el olvido. Su hija también les acogía con amabilidad, y les advertía, antes de dejarles pasar al salón, de que no se avergonzaran si salían de ahí llorando. Todos lo hacían.

Como lloraban los supervivientes. Niños que, ya mayores, podían volver a ver a la mujercita que les salvó la vida, que quizás les pareció entonces enorme, como parecen los adultos a los ojos infantiles, y que ahora, diminuta como era, les seguía pareciendo inmensa.

El año 2007 el gobierno polaco solicitó el Nobel de la Paz para Irena. Los miembros de la Academia prefirieron entregárselo a Al Gore, sin que haya quedado nunca muy claro que hizo nunca ese hombre por la paz*. Hubo mucha indignación en Polonia, pero no trascendió fuera de sus fronteras. Irena no lo lamentó, nunca le preocupó demasiado el recibir aplausos.

En un mundo justo, alguien como ella, al menos, se habría ganado el derecho a dormir en paz ¿acaso no salvó miles de vidas?

No es el caso. Muchas noches despertaba llorando tras verles en sus sueños. Sus rostros, sus miradas. Los otros niños, los que no logró sacar del infierno. Y las dudas de tantas y tantas noches... si hubiera sido más prudente... si no se hubiera confiado... si tan solo hubiera podido volver un día más...

Pude hacer más... debí hacer más...

Hay una vieja leyenda judía que habla de los treinta y seis, los Lamed vav Tzdadikim. Dice que en cada generación hay treinta y seis hombres y mujeres humildes, sencillos, tal vez un sastre, una panadera, un albañil... Pasan desapercibidos pero, sin que nadie lo sepa, ni siquiera ellos mismos, sostienen el mundo sobre sus espaldas. Su bondad ilumina el camino para el resto de los mortales, su firmeza nos da fuerzas. Su esfuerzo nos hace más ligera la carga de vivir. Son los verdaderos reyes de la creación, sin corona ni ambición. La luz en la oscuridad que aleja la desesperación.

Irena se apagó el 12 de mayo de 2008. Se fue como había vivido, discreta y sonriente, rodeada del amor que ella misma había sembrado.


No plantes semillas de comida. Planta semillas de bondad. Trata de hacer un círculo de bondad, la bondad lo rodeará y crecerá más y más.


**


* En realidad no está muy claro que nunca haya hecho nada de nada
** El árbol de Irena, en el jardín del Yad Vashem

jueves, 10 de octubre de 2013

IRENA (I) Jolanta



Estos días en los que la Academia Sueca otorga sus galardones, son un buen momento para recordar a una mujer que fue nominada al Nobel de la Paz, y cuya candidatura fue desechada en favor de Al Gore.

En 1999 unos estudiantes de una escuela pública de Kansas iniciaron un proyecto de historia sobre el Holocausto. Al investigar, se encontraron con un nombre: Irena Sendler. Indagaron sobre su figura y se quedaron anonadados.

Irena era enfermera y trabajaba en el Guetto de Varsovia. Entraba y salía diariamente, llevando medicamentos y sacando cadáveres de niños, muertos del tifus, la disentería, el hambre... o eso pensaban los guardias nazis. En realidad no sacaba muerto, sino vivos. Sabía que los nazis tenían horror a las enfermedades contagiosas y con la excusa del tifus podía moverse sin obstáculos. Sacaba niños en ataudes, capazos, bolsas, camiones, escondidos bajo maderas, camuflados entre basuras, bajo su propia ropa... 

Durante 18 largos meses viajó día tras día al infierno, incansable, sin mirar jamás por sí misma. Fuera del Guetto, bajo el pseudónimo de Jolanta, organizó una extensa red de acogida para los niños, con ayuda de la resistencia, las Monjas de María Inmaculada y cientos de familias que arriesgaron sus vidas para esconder a los fugitivos. De cada uno de ellos, Irena guardó sus datos: su nombre, sus apellidos, sus familiares vivos, su historia. Así, algún día, podrían recuperar su pasado, o lo que quedase de él. 

2.500 niños. 2500 nombres. 2500 vidas en sus manos.

La Gestapo la capturó en octubre de 1943. La torturaron durante semanas para saber de sus cómplices, sus rutas, sus niños... destrozaron sus huesos, pero no pudieron romper su voluntad.

De sus labios no salió ni un solo nombre.

Fue sentenciada a muerte. Esa noche un guardia, sobornado por la resistencia polaca, la sacó de la prisión y la dejó en un descampado. Luego tachó su nombre como ejecutada

Tras ser rescatada, Irena escribió dos largas listas con todos los datos que tenía sobre los niños. Las guardó en frascos de cristal y las enterró en un huerto. Acabada la contienda, los desenterró y los entregó a las autoridades

Los estudiantes, asombrados por lo que iban descubriendo, buscaron más sobre aquella desconocida. Querían saber si de verdad una sóla persona pudo hacer algo así, qué pasó tras la guerra, dónde estaba enterrada... indagaron, preguntaron, y a primeros del año 2000 recibieron una carta desde Polonia: con 91 años, Irena Sendler residía en Varsovia.

Había vivido durante décadas en un relativo anonimato. La administración de postguerra nunca vio con buenos ojos a las personas que ayudaron a los judíos durante la guerra, quizás recordando con vergüenza que la mayor parte de la población católica obvió (y algunos colaboraron con entusiasmo) el exterminio de sus vecinos. Incluso hubo quien en los 50  les señaló, a ella y los suyos, como amigos de judíos. 

Aún así no fue olvidada por todos: en 1965 fue reconocida Justa entre las Naciones por Israel. En esos años fue mencionada en los periódicos de Varsovia y algunas personas la recordaron: nunca podrían olvidar su rostro.

Una llamada telefónica, una voz temblorosa al otro lado del hilo: Te vi en la prensa, eres Jolanta. Tú me salvaste.



martes, 1 de octubre de 2013

HIJOS DE TIRO (II) Gentes que navegan


Fenicia es apenas una franja de terreno entre las montañas del Líbano y la costa. No hay mucho suelo para cultivar ni asentarse, por eso la población de los puertos no se siente atada a la tierra.

Su tierra es el mar.

El mar les alimenta, les cuida, incluso les hace ricos. Su mayor tesoro, el púrpura, nace del mar. Sus caminos son de agua, sus monturas de madera.

Las galeras de guerra son impresionantes, pero no son esos los barcos que recorren los mares. Los navegantes viajan en gaulos, pequeños mercantes tirando a rechonchos. Pequeños porque hay que fondear en cualquier sitio, rechonchos porque necesitan cargar mercancías. Diez, doce bancos de remo, una vela cuadrada cuando hace buen viento, un casco de buen cedro y pino, embreado y resistente. Nada más.

Hay cananeos que no navegan: tejedores, tintoreros, orfebres, agricultores, leñadores, albañiles, carpinteros... pero su trabajo también va hacia el mar. Construyen y calafatean los barcos, erigen las murallas que defienden los puertos y los malecones que protegen las ensenadas. Aprovisionan a los marineros y llenan sus bodegas con las mercancías que viajarán más allá de poniente. Los más ricos son los armadores, que organizan y financian las expediciones, pero nadie tiene más prestigio en la costa que los capitanes y sus tripulaciones. Ellos son el orgullo y la esperanza de las ciudades: sin el mar, no tienen nada.

Incluso con el mar, apenas hay suelo para todos, y las costas meridionales del Mediterráneo se van cuajando de colonias. Gades, Tanger, Lepcis, Cyrene...

Cartago. La hija de Tiro, tan floreciente que pronto sobrepasa en riqueza y pujanza a su ciudad materna. Tan poderosa que un día Roma la odiará como nunca odiará a nadie.

A veces hay que luchar. Los griegos también navegan y comercian por Italia y Sicilia. Pero tras los conflictos vuelven los negocios: los gaulos atracan en Creta y Grecia y siguen sus rutas hacia el Mar Negro. Gades tiene poderosas murallas, y no son simbólicas: los nativos no siempre ven con buenos ojos una nueva ciudad. Pero pasada la batalla el puerto permanece y los barcos pueden fondear, reparar, aprovisionarse y seguir más allá de las columnas de Hércules.

Hacia donde viaja el Sol. O mucho más lejos.

Dónde el mar se endurece ¿Porqué remaron los fenicios tan al norte? ¿Qué buscaban en la última Thule? El estaño está en las islas bretonas, y ahí el mar no se hiela ¿a dónde iban los navegantes?

Imaginad la singladura desde Canaan hasta las costas del Báltico, costeando el norte de África, la península ibérica, las costas de las galias, las bocas del Escalda y el Rin, el estrecho de Dinamarca... remando, siempre remando, quién sabe qué habrá más allá.

Hacia el sur, Hannon alcanza el Golfo de Guinea. Comercia con pueblos de piel oscura y carga sus naves de oro, especias, marfil, aves de colores imposibles... los nativos le hablan de un pueblo feroz y salvaje, que no viste ropas ni habla como los demás hombres. Hay un encuentro, una breve lucha, la tribu desconocida huye hacia la selva. Algunas de sus mujeres son capturadas pero se niegan a comer y mueren. Hannon ordena curtir y llevarse una de sus pieles para que no les llamen mentirosos al regreso. Los nativos le dicen el nombre de ese extraño pueblo: gorila.

Sí, los navegantes son tildados de mentirosos. Herodoto, padre de la Historia, les llama falaces, es imposible que los barcos enviados por el faraón Necao viajaran tan lejos como dicen, porque todos saben que, más allá del mar Rojo y Etiopía, África se acaba, el cielo es ardiente y la tierra de fuego. ¿quién podría sobrevivir?

Además los mentirosos fenicios afirman que las estrellas cambiaron, y que el sol del mediodía, en vez de estar sobre sus cabezas, se alzaba a su derecha ¿quién podría creer semejante sarta de embustes? 

Lo lograron. Les llevó tres años, pero lo lograron: por el Mar Rojo hasta Abisinia, bordeando Arabia y el cuerno, navegando hasta Zanzíbar, pasando luego entre África y Madagascar, de ahí al cabo de Buena Esperanza y sin dejar de seguir la costa, de nuevo hacia el norte. Sobrepasan Guinea, luego la Costa de márfil, las aguas del Sahara (¿les hablarían de las islas, llegaron a las Canarias?) y, por fin ante sus ojos, las columnas de Hércules, la costa de Libia y, de nuevo, Egipto.

El sol de mediodía se alzaba distinto, porque la tierra es redonda, pero eso no se sabía aún, y la acusación de Herodoto nos demuestra, sin ningún género de dudas, que circunnavegaron África. Entera. A remo.

Comparado con el viaje de los mercaderes, la travesía de Colón parece un juego de niños. Y hay quien dice que también se adelantaron al Genovés, que quizás los remeros pudieron llegar a las costas del Brasil, ignorando que alcanzaban un nuevo mundo. Pero sea o no cierto, sus viajes marcan un antes y un después para los pueblos que van conociendo.

No sólo traen mercancías, también noticias. Los barcos de cedro tejen una red invisible, puerto a puerto, por el mundo antiguo. Algunos fantasean sobre cómo serán los hombres más allá de sus costas. Los fenicios no fantasean: lo saben. Les han visto, han hablado con ellos. Y navegarán de vuelta a esas lejanas tierras, sin miedo, porque cada nueva ruta es valiosa, y el mar sigue llamando a sus hijos.

Vivir, después de todo, es remar.